Un día Fidel Castro se quedó extasiado ante el aroma del puro que fumaba Chicho, su guarda espaldas. Detrás de aquel habanos estaban las manos de Eduardo Rivero, un humilde torcedor que enrollaba hojas de tabaco desde los siete años. Corrían los años 60 y Eduardo se convirtió así en el tabaquero del comandante. Aquellos puros exclusivos vivieron sin nombre hasta que años más tarde los bautizaron como Cohiba. Su leyenda creció al convertirse en el regalo que Fidel daba a sus más ilustres visitantes. No había otra forma de conseguirlo. Tendrían que llegar los años ochenta para que el comandante compartiera sus puros con todo el que pudiera pagarlos. Texto de Lola Delgado.
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